martes, 16 de abril de 2013

Encuentro desencuentro.

-¡No me jodas mas!- gritó el niño por el otro lado del teléfono.
-Solo respondeme, ¿acaso me odias?- preguntó insistentemente.
-No, tampoco para llegar a ese extremo.- respondió firme.
-¿Entonces? por favor, respondeme, ¿me odias, me despresias?
Y el niño tardó pocos segundos en responder.
-¿Y vos que crees?- su voz parecía quebrarse.
-Yo sé que aun me amas.- respondió la niña, aguantándose romper en llanto y agregó: -Dentro de esa bronca, del orgullo y de esa firmeza, me seguir amando y extrañando. ¿Es que no me extrañas?
-No.-finalizó firme y con voz de enojo.

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                                                                            II

 Ya eran las doce del mediodía y la jovencita terminaba de tender su cama. Tenía la mirada cansada por caer en brazos de Morfeo a las tres y cuarenta de la mañana por tener estúpidos pensamientos. No sentía hambre, aun su cuerpo no sentía aquel frío de invierno y a las apuradas, se entró a duchar. Su pelo -en aquel momento- era corto pero se inflaba cual globo aerostático. Entonces, al terminar de sacarlo, tenía la paciencia de darle un toque de alisarlo. Como aún era temprano y su amigo no se conectaba, decidió comer algo. Fue hasta la cocina y ahí se encontró con su madre, quien estaba sentada en la mesa fumando y tomando mate sola con la mirada perdida. Se saludaron y ésta le ofrece aquella costumbre argentina que tenía, pero su hija lo rechaza por buscar algo de comida en la heladera. Había un plato de milanesas, las tomó, cortó un poco de pan, le puso un poco de ketchup y era un sandwich.

 -¿Salis hoy?- preguntó la mujer mientras le daba un sorbo.
 -Sí.- respondió seca. La verdad, ella no salía a la noche. Más bien, salía de la casa por algunas horas de la tarde de los Sábados y siempre volvía antes de las siete de la noche (O seis si era invierno).
 -¿Y con quién?- preguntó nuevamente aquellos ojos celestes verdosos puros que tenía esa mujer mostrando curiosidad.
 -Con mis amigas.- Mintió. No quería escuchar los sermones de no conocer gente desconocida. Pero lo que su madre no sabía era que aquel desconocido era su nuevo amigo. Mordió un poco de su sandwich y dijo: - Me voy tipo cuatro. Llevaré plata.- y se manchó a su habitación con su almuerzo.
 
  La relación que tenía con su madre no era muy buena. Se peleaban todo el tiempo, se decían cosas y pasaban días sin hablarse. Empezaría todo cuando su padre había vuelto a vivir con ellas y entre padre e hija, la relación era detestable y la pobre madre pagaba por los platos rotos. Aquel día, seguían enojadas entre ellas pero su madre insistía en arreglar las cosas entre ellas.
  Por otra parte, mientras que la joven terminaba de almorzar y pensaba que ponerse, esperaba a que su amigo se conectara. Habían acordado a encontrarse y a la hora pero no tenían destino de encuentro. Ya eran las dos y media y él seguía sin aparecer y la paciencia de ella caducó pronto, haciendo que se levante rápido de la silla del computador y empezó a buscar su vestimenta. El pronostico de ese día anunciaba que después de las cinco, la temperatura iba a descender, por lo que optó en usar un jean negro (como de costumbre), zapatillas azules, remera manga-larga blanca, una chamarra azul francia para combinar con el calzado. Se puso un poco de perfume en las muñecas, se aliso el pelo y ya eran las tres, la ansiedad la estaba matando. ¿Es que se había olvidado de su cita? "¿Cita? eso es para bobos." dijo entre sus adentros la jovencita mientras se miraba en el espejo.
  Tres y cuarto y el joven por fin aparece a la escena y una sonrisa aparece en el rostro de la muchacha.
 -Hola! Perdón por conectarme recién, estaba empacando un poco para el viaje.- escribió sus razones.
 -No hay problema.- dijo ella, aparentaba tranquila y sería.
 -¿En donde nos encontramos?- preguntó impaciente el niño.
 -¿Te parece en esa plaza que está en frente de la iglesia? Estaré en aquel kiosko de la plaza.- propuso. A decir verdad, ese era su lugar favorito para encontrarse con gente y reunirse con amigos.
La otra persona detrás de la pantalla aceptó y ya eran tres y media de la tarde. Para llegar a destino, que quedaba en el centro de su ciudad, tenía que pasar treinta cuadras, quince minutos a paso rápido desde su casa a la plaza.

 Eran las cuatro y dos minutos y ella ya había llegado a destino. Se compró un paquete de golosinas y se sentó en uno de los banquillos que tenía esa plaza. Miraba como la gente entraba y salía por la iglesia de enfrente mientras se persignaban. Niños, jóvenes, ancianos pasaban por las calles abrigados por el frío que invadía esos días en la ciudad. A ella no le importaba ni le molestaba el frío, el otoño ni el invierno. Al contrario, le encantaba sentir el frío viendo pegar contra su cara, abrigarse y dormir con un montón de cubrecamas. Usar gorrito que le cubrieran las orejas, sentir como su nariz se le ponía rosada para distinguirse de su tez pálida y que sus ojeras se notasen más. También, ver como la punta de sus dedos se tornaban rosados y poder tomar una taza de café sin importar el clima. Eso le fascinaba.
Lo único que no le agradaba era que en el amado frío, tuviera que esperar por unas horas a alguien.
A alguien que no llegaría. Nunca.

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